lunes, 9 de enero de 2012

Un delito sin sustento

Publicado el 9 de enero porHEBERT GATTO
Malo es por aquí polemizar sobre el aborto. Entre lamentos y excomuniones basta mencionarlo para que huya la tolerancia y nos desafiemos en tribus: la de los mata niños y la de los torturadores de mujeres, cada cual más siniestra en sus designios. Aun así, asumiendo los riesgos, abordaremos el tema, que no es asunto menor.
Casi al filo del receso parlamentario el Senado sancionó el proyecto de despenalización con el voto frentista, mientras el Partido Colorado lo rechazó por órdenes de Bordaberry, quizás creyendo que las decisiones morales caben en mandatos partidarios. Algo parecido sucedió con los oficialistas, apurados por aprobarlo aprovechando que Tabaré Vázquez no estaba, o estaba distraído. De esta forma las mujeres ganaron media batalla de su larga guerra. Si todo sigue bien, podrán disponer de su mente, su cuerpo y de sí mismas, un paquete de prerrogativas que hasta ahora les estaba parcialmente negado.


Ordenemos el debate, sin mandatos, disciplinas o agresiones. No apelaremos, como es común, a razones prudenciales. Es cierto que en el Uruguay la clandestinidad, los aborteros de la peor calaña, la desesperación y la muerte de mujeres por razones perfectamente evitables, constituyen la norma. Sin embargo, cuando se puede, es mejor resolver temas morales con razones de esa misma índole.
Vivimos en una democracia donde al Estado no le competen asuntos como la vida, la felicidad, las vías para la realización personal o la dilucidación de cuestiones metafísicas; ellas nos corresponden a nosotros, los ciudadanos. En temas referidos a lo bueno el Estado es neutral, como es laico en cuestiones religiosas. A la libertad de los ciudadanos sólo la limita el daño a terceros. Por lo cual la interrupción del embarazo practicada cuando y donde corresponde, no perjudica a nadie.
Sin embargo, para parte de los orientales, el aborto es un delito contra un ser vivo como es el feto. Nadie, sostienen, tiene la potestad de cegar otra vida. Las libertades de las madres, pese a su importancia, se detienen ante la vida de sus hijos. En esta aserción, en esta defensa de la vida como obligación mayor del Estado, se sintetiza el debate.
No cabe duda que el feto es vida, pero ¿es persona? La pregunta no admite una respuesta definitiva. La mayoría de los especialistas sostienen que hasta pasadas las doce semanas de su concepción, no tiene un sistema nervioso diferenciado o centralizado. Ni conciencia de sí, ni conciencia de ninguna clase. Aunque no por ello deja de ser tejido vivo y un ser en potencia. Vida, si nada se interpone, en proceso de personalizarse, vida con una dirección.
El asunto, como dice Ronald Dworkin es que el Estado, sin romper la imparcialidad liberal, no puede, como pretenden los antiabortistas, enrolarse en la promoción abstracta de la vida por considerarla sagrada, trascendental o con potencialidad de personificarse. Ni es su función determinar el valor de la misma, por fuera o con independencia de las personas concretas que la encarnen. Sólo éstas portan derechos y únicamente sobre ellas se pueden perpetrar daños o delitos que exijan respuesta estatal.
Por eso, dejando de lado argumentos religiosos que ni el Estado ni los particulares pueden utilizar públicamente sin violar la laicidad, la única estrategia de los opositores a la despenalización, radica en sostener que el feto es persona desde que es concebido y como tal merece protección. Pero esta defensa es ambigua. Por razones morales y de modo contraintuitivo, denomina personas a quienes no reúnen ninguno de los requisitos que las definen, como si así pudiera llamarse a las células madres. Por si ello no bastara, basada en una definición tan arbitraria, penaliza a las mujeres que en uso del derecho a su cuerpo, interrumpen su embarazo. Demasiada sanción para tan débil sustento.
La interrupción del embarazo, practicada en tiempo y lugar, no perjudica a nadie.

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Fuente: http://www.mysu.org.uy/

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